El Nuevismo Digital
El proceso que describe la cadena de Whatsapp es interesante y a la vez ingenuo. La cadena, de esas que suelen enviar los tíos con un aire de solemnidad, señala un proceso acelerado de destrucción creativa impulsado por nuevas tecnologías (verdadero), pero supone un cambio radical, casi dramático en el estilo de vida de la mayoría de los humanos. Algunos optimistas (¿qué haríamos en un mundo sin ellos?) calificarían esta última aseveración también como verdadera. Vivimos en un mundo mejor. Pero los escépticos desconfiamos de esas invitaciones del cambio por el cambio y de las alusiones a los beneficios aparentemente ilimitados de los procesos de transformación tecnológica. Esta visión tech-romántica, esa singularidad de mundos virtuales y físicos unificados en un sólo conjunto de bienestar infinito, está lejos de materializarse, como predican algunos profetas del nuevismo digital.
El mundo, como en el cuento de Monterroso, parece seguir siendo dominado por los dinosaurios. Ellos siguen ahí. Por lo menos esto es cierto en algunos aspectos fundamentales de la vida diaria. Por ejemplo, el 90% de las compras de retail a nivel global todavía se hacen en formatos físicos. Las energías renovables, a pesar de su panorama prometedor, tan sólo representan el 5% de la matriz energética global. Todavía hay mucho petróleo, carbón y gas natural por quemar. El acceso a la música, tanto en su consumo como en su producción, es más universal, pero la calidad de la misma parece haberse afectado dramáticamente por esa democratización. La expectativa de vida es mayor, pero más por un efecto de la reducción de las tasas de mortalidad. El mundo de la salud le sigue perteneciendo a las 7 casas de Big Pharma globales. Y en Colombia, a pesar de la lenta adopción de algunas formas de digitalización, todavía a la mayoría de usuarios nos toca hacer largas filas en bancos, ampliar la cédula al 150% y esperar pacientemente en las líneas de servicio al cliente. Rappi parece una pequeña salamandra en un océano de viejos dinosaurios.
La velocidad paquidérmica de los incumbentes colombianos y una economía con bajos equilibrios de productividad, nos someten a una tortuosa lucha. A una espera de un mejor porvenir que no llega, donde el consumidor está en el PyG más como un mal necesario que como su majestad don señor consumidor.
Las mejoras y cambios dramáticos traídos por las nuevas tecnologías son reales, pero sus efectos y verdaderos impactos transformadores están por verse. Son cambios parciales, localizados en ciertas economías (paradójicamente, en las más ricas y en las más pobres, pero todavía marginales en las economías de media tabla como la nuestra ); ciertas clases socio económicas y relegadas a temas de conveniencia, esparcimiento (click and scroll, like, swipe right, stream, etc.), dating. Tecnologías en su mayoría relegadas a dominios poco relevantes, que buscan llenar ese espacio creciente de tiempo libre y desplazar sanos viejos hábitos. Los algoritmos de inteligencia artificial son capaces de identificar fotos de gatos y recomendarnos la próxima serie de Netflix, pero todavía no dan resultados contundentes en la lucha contra el cáncer. Aquí estamos en fase experimental y la pregunta es ¿cómo redirigir todo ese capital y ese talento a causas un poco más nobles y útiles para la humanidad?
La Danza de los Millones: Capital, Efectos de Red y Emprendedores
¿Cuáles son los móviles detrás de este proceso digital? Primero, existen montañas enormes de capital. Capital en búsqueda de retornos superiores y en cantidades que hacen a muchos temer por una segunda versión de la burbuja de comienzos del milenio; segundo, una curva tecnológica acelerada y los efectos de red implícitos en los modelos de negocio de compañías como Facebook, Airbnb, etc.; y finalmente, una ingeniosa búsqueda de nuevos espacios de demanda y nuevas formas de consumir por parte de emprendedores audaces.
La primera razón es evidente si se mira el caso de Netflix. El titán tecnológico más querido por todos llevó a los cines a vender 20% menos de boletería en los últimos años. Posee una valoración de $170 Bn USD (Rappi, nuestro unicornio local vale $0.5 Bn), tiene un presupuesto para contenidos que alcanza los $13 Bn USD anuales y ese presupuesto es financiado con una deuda de $8.5 Bn USD por Hedge Funds, VCs / PEs y demás siglas.
Todos corren asustados al ver este new kid on the block que se saltó las convencionalidades de la industria y la cadena tradicional de estudios generadores de contenido, distribuidores y broadcasters. Disney corre a comprar a 21st Century Fox (Mickey Mouse has grown up a cow, diría Bowie); AT&T va detrás de Time Warner (sí, la misma Time Warner que en el 2004 había sido adquirida por AOL, el Netflix de la época, buscando salvarse de la amenaza tecnológica en el M&A más infame de la historia). La solución a un nuevo jugador disruptor es salir con la chequera a comprarlo (si ya no es demasiado tarde).
Ahora: ¿cómo logra una compañía tener esas líneas de financiación tan generosas? Sin duda, parte del mérito tiene que ver con lo distintivo del modelo de negocio. Pero por otro lado, Netflix tiene flujo de caja negativo como la gran mayoría de unicornios. Esto desafía la forma tradicional de fijar el valor de un activo y en cómo los accionistas valoran sus perspectivas de inversión ¿cómo puede valer tanto una compañía que no genera caja? ¿los fundamentales son tan distintos? Ó ¿estamos en una fase del juego, peligrosa por cierto, en donde es mejor alargar el ciclo de generación de caja y tener a los accionistas contentos (bailando) con promesas futuras? ¿Monetizaciones futuras? El problema es si la música, la canción (en forma de capital), es lo suficientemente larga para que todos continúen bailando. De lo contrario, podría Reed Hastings, CEO de Netflix, terminar repitiendo la célebre frase de Jeremy Irons en la épica Margin Call: I’m here for one reason and one reason alone. I’m here to guess what the music might do a week, a month, a year from now. That’s it. Nothing more. And standing here tonight, I’m afraid that I don’t hear – a – thing. Just… silence.
El segundo motor detrás de este fenómeno de digitalización son los efectos de red implícitos en los modelos de negocio de algunas de estas compañías. Este término de economistas, complicado como la disciplina entera, hace referencia a la escalabilidad de ciertos negocios digitales y el efecto bola de nieve implícito en sus modelos: entre más gente los utilice, mayor la propensión de otros usuarios a hacerlo. Le sucedió a Microsoft en los 80s (imponiendo, muchas veces a las malas, un estándar que todos pudieran seguir en los sistemas operativos y el uso de procesadores de palabras) y a Facebook ahora (nadie quiere estar en una red social en donde no pueda encontrarse con sus amigos). Los efectos de red juegan un rol muy positivo en la subida, pero también en la bajada, en las vacas flacas. Este es el caso reciente Snapchat que vió su tasa de crecimiento en usuarios adormecerse tras el lanzamiento de los moments de Instagram. De reina a ama de llaves en menos de un año, bye bye soon Snapchat.
Por último están los emprendedores. Ellos se merecen todo el crédito. En Colombia, todavía estamos lejos de idolatrarlos como agentes de cambio fundamentales para el progreso. Se cuestionan y se miran con cierto recelo sus acciones y sus logros. Si publican una foto en redes sociales con el candidato de su preferencia, la caterva indignada y censuradora corre a señalar con dedo inquisidor. Un referente capitalista no parece conectarse tan bien con la joven audiencia, como un viejo revolucionario enfermo del corazón (no pun intended).
De Hey Jude! a Despacito en menos de 50 años
Si bien estas compañías digitales han cambiado el panorama cotidiano en muchos aspectos (sobre su trascendencia o no ya hemos discutido), también es pertinente señalar algunos de los efectos no buscados de esta transición digital.
El primer efecto no buscado tiene que ver con lo que llamaré la demanda perdida.
La desmaterialización de la música hizo una disrupción en la forma de consumir (streaming online), pero también en la forma de comprar. En ese proceso de disrupción, se quedaron por fuera asiduos compradores de música, boomers en su mayoría con poder adquisitivo (la generación más rica), pero analfabetas digitales en gran parte (mi papá por ejemplo pasó de tener una colección de +2.000 CDs y un buen equipo de sonido, a escuchar música de iTunes, unas pocas canciones, años después, en un parlante de esos pequeños con bluetooth. Una escena dramática).
El mercado de compra de música es en efecto menor al de hace diez años y una menor demanda en términos reales, nos ha llevado en una espiral descendente y dolorosa (#Despacito) desde los Beatles (Hey Jude! acaba de cumplir 50 años), Queen y Nirvana a Nicky Minaj, Bad Bunny y Justin Bieber.
Segundo efecto no buscado: la digitalización pone en entredicho el concepto tradicional de dueñez (ownership). Ya no somos dueños de películas (en VHS o DVD) o de música (en cassette o CD). Inevitable sentirse nostálgico para los que disfrutamos de la experiencia física de leer las letras de las canciones y tocar brevemente a esos ídolos. Ya las alquilamos en forma de fee mensual, rentas perpetuas que nos atan a estas compañías ad infinitum. Y lo mismo parece estar sucediendo con vehículos. Pronto con viviendas. ¿Cómo es una economía sin dueños (o con poquísimos dueños)?
Por último está el tema de los efectos de la era digital en el entramado social. Algo que es difícil medir pero que algunos historiadores como Niall Fergusson en su libro The Great Degeneration señalan con preocupación. Consiste este fenómeno en el debilitamiento gradual del tejido social y de las relaciones voluntarias que construyeron grandes naciones como la de Estados Unidos. Nada como la filantropía americana construída sobre esta base, que se percibe y en grandes cantidades en universidades ( $19 Trillones de USD), hospitales, centros de investigación y en billones de dólares gastados en nobles propósitos. Los clubes de Leones, Rotarios, Cruz Roja, organizaciones civiles locales; organizaciones con un alto impacto que dependen en su gran mayoría de la decisión voluntaria de asociarse con perfectos desconocidos. Las redes sociales, y esta es una hipótesis a la que me adhiero, han cambiado la forma de relacionarnos y han tenido un efecto contrario al que sus fundadores anticiparon. Los founders, conscientes de los efectos secundarios de la tecnología, de su generación de dependencia y obstáculos para el desarrollo de relaciones interpersonales de calidad, ahora quieren educar a sus hijos en colegios que los alejen de la misma tecnología que ellos crearon. El que sabe cómo se hacen las salchichas, no se las come.
El traslado de la vida física a lo digital está construyendo una sociedad, liderada por una generación millennial (¿puede uno renunciar a su generación?), más desconfiada e insegura. Niños atrapados en cuerpos de adultos que prefieren interactuar con un counter automatizado que con una persona. Personajes que sólo leen ciencia ficción, si es que leen (de los +50 candidatos que hemos entrevistado para Upside, nuestra consultora, sólo dos leen) y prefieren la gratificación inmediata en forma de like o corazón.
Una generación que pareciera tenerlo todo al alcance de un click y que por esa omnipresencia de las redes, cree que lo merece todo y de forma instantánea. Una generación más obesa (la obesidad infantil y juvenil global pasó del 13% al 18% de 1999 al 2015), casi en trayectoria de cumplir la profecía de Wall-E de Pixar (techies mórbidamente obesos en sillas inteligentes). Una generación más inestable laboralmente, de free lancers y free thinkers que no está dispuesta a poner las horas ni los años que las jerarquías organizacionales tradicionales exigen y que arriesga la continuidad del modelo del siglo XX que construyó grandes organizaciones. Una generación que no está dispuesta a adaptarse al mundo y que exige que el mundo se adapte a ellos. Todos eso sí, con aspiraciones de hacerse millonarios, famosos, youtubers que repiten cosas sin sentido en onomatopeyas difíciles de entender para algunos más viejos. Desconectados de las maravillas y simplezas del mundo. Más radicales y menos dispuestos a escucharse unos a otros. El yo yo yo atomizado de forma nauseabunda, en forma casi monstruosa.
La Radio Monstruosa
John Cheever escribió un cuento titulado The Enormous Radio en 1947. En este relato, una joven pareja neoyorquina, los Westscott, adquirían una radio que misteriosamente capturaba no sólo las estaciones de música clásica (Debussy y su Claro de Luna) sino también, los diálogos de sus vecinos de edificio. La señora de la casa comienza a desarrollar una dependencia casi enfermiza por escuchar las intimidades, infidelidades y problemas financieros de sus vecinos. Esto la lleva a desarrollar un complejo cuadro esquizofrénico. Todo el día atada a la radio monstruosa, incapaz de lidiar con las demás cotidianidades de la vida. “Por favor Jim (Westcott), por favor, apaga la radio que nuestros vecinos pueden oírnos”. Vaya profecía. O como el caso de los Kardashian, pueden vernos y oírnos las 24/7 a cambio de volvernos billonarios.